miércoles, marzo 01, 2006

Mensaje privado

La codificación de un texto, sea éste del tipo que sea, no necesariamente está dentro del texto; si bien puedo usar un nuevo lenguaje completamente amorfo -en apariencia- para mandar un mensaje privado con aparente carácter de público, como lo es éste, a veces no es necesario. La mejor codificación puede no ser un poema de Neruda o la serie de números Primos, sino algo tan sencillo y omnipresente como el contexto.

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"¿Por qué no aceptar lo que estaba ocurriendo sin pretender explicarlo, sin sentar las nociones de orden y de desorden, de libertad y Rocamadour, como quien distribuye macetas con geranios en un patio Cochabamba?"

Creo que tú me hiciste esa misma pregunta (no la cita, sino, en general, la pregunta) y creí responderla. Me equivoqué.

La verdad, triste verdad, es que no conozco la respuesta más allá de un "Porque así es más fácil para mí". Esa respuesta, lejos de ser satisfactoria, sólo abre más incógnitas, sin siquiera cerrar aquélla para cuya conclusión fue creada.

¿Cuál es la respuesta, entonces? No tengo idea. Prometo dártela pronto, o en su defecto, cesar mis actividades que supuestamente van en pro del conocimiento.

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Y si bien la cita antes puesta es lo suficientemente clara como para, sin contexto alguno, tener una ligera idea del tema a discutir entre el receptor de este mensaje privado y yo, las ligeras ideas no son suficiente para comprender qué es exactamente lo que está sucediendo.



En otros asuntos, he de narrar algo. Realmente no sé por qué, pero... pues... igual, no tengo nada más que decir y no puedo dormir. La lectura, lejos de provocarme sueño, me despierta y mantiene despierto por tiempo indefinido.

El domingo fui con algunos comensales de pizza a la plaza frente a Catedral. Hermoso lugar, lleno de árboles y de vida, de alegría y sufrimiento auto-inflingido por las viejas religiosas que no pueden encontrar en su vida más propósito que el de curarse de unas también auto-inflingidas heridas morales, de niños con juguetes y los abusones que se los venden. De padres despreocupados y aquéllos que se preocupan. El paseo en sí es irrelevante en esta narración -aunque en realidad fue un paseo bastante agradable-. Lo relevante para esta historia viene al final de la jornada. Tycho, John, Tere, Falaz y yo nos dirigíamos a dos autos diferentes, siguiendo, por alguna razón, una trayectoria en común que sólo llevaba al auto en el que el primero y los últimos dos veníamos. Tere platicaba con Tycho, John con Falaz y yo, como por costumbre, venía atrás, pensando en mis propios asuntos (como en esa fragancia tan agradable proveniente de los árboles de naranjo). En nuestro caminar, en particular en mi despreocupado e independiente caminar, me encontré con una tipa que estaba sentada lejos, a unos 10 metros, en una banquita junto con dos entes que no miré con atención, pero que parecían ser sus abuelos (sólo porque sus cabezas eran blancas y sus movimientos casi inexistentes). Estaban ahí, los tres sentados en un sepulcral silencio. Los dos aparentes abuelos disfrutando del paisaje, como cualquier anciano cuya amargura no le ha cegado hace y ella estaba ahí con una apariencia miserable, como no deseando estar ahí, viendo hacia todos lados.

Más allá de su belleza, sorpendente belleza, que fue lo que inicialmente me hizo mirarla fijamente, lo que llamó mi atención es que volteó a verme y se quedó fija en mis ojos, como yo en los suyos, mientras yo pasaba a su lado, 10 metros más allá, caminando casi solo. Lo más sorpendente fue, en realidad, que no me quitó los ojos de encima; tengo esta extraña costumbre de quedarme viendo a la gente, al azar, mientras me pasan y la gente lo nota, me ven y luego desvían la mirada. Hasta cierto punto creo que me siento orgulloso por eso, aunque no sé por qué. Esta tipa, por el contrario, parecía disfrutar del encuentro tanto como yo. He de aceptar que me intimidó y desvié mi mirada (son contadas las ocasiones, a lo largo de mi vida, en las que me ha sucedido eso). Regresé mi mirada a ella, avergonzado y le esbocé una ligera sonrisa que quizá ni siquiera se notó fuera de mi propia mente. Regresé mi mirada al frente antes de que pudiera observar reacción alguna -y antes de que atropellara a alguien por no ver mi camino...-

Eso es todo. Ése es el episodio de mi vida que vale la pena narrar; no porque sea el más memorable ni el más agradable, sino porque es el más inusual. Espero volver a verla para al menos "ver qué pedo con ella". Quizá casualmente volveré el próximo domingo con un libro para leer por varias horas a ver si, de nuevo, casualmente, la puedo volver a ver.

Y si alguien se alarma porque de repente mi estilo de escritura cambió... es el efecto que tiene en mí leer este tipo de cosas (para el que no conozca o reconozca la cita, es del libro Rayuela, de Cortázar). En alguna ocasión me metí en un ligero problema por esto mismo, que de ligero no tuvo nada, pues me causó un malestar emocional como pocos he sentido en mi vida (aunque, en realidad, muy lejano al mayor malestar emocional que he sentido)... en fin, tengo sed, sueño y flojera.