viernes, diciembre 12, 2008

Lenguaje(cuento)

Esa tarde la tenía ocupada, pero la petición vino con tal tono de urgencia que no me pude negar y los planes con mi esposa tuvieron que esperar.

La conferencia era el Jueves y estuve preparando mi discurso desde el viernes anterior. Quería que todo saliera a la perfección; escogí cada una de mis palabras con cuidado en demasía, me aseguré de darle un ritmo animado a la plática, mantenerlos despiertos, atentos e interesados. Hasta donde sabía, estos niños estaban muy bien educados: Estaban en la mejor de las escuelas, donde sus travesuras infantiles habían de interrumpirse de 8 a 2 y su atención no podía desviarse de sus estudios. Su reputación los precedía y yo estaba seguro de que notarían todos los detalles que estaba cuidando al escribir. Apreciarían toda la información que me estaba dedicando a encontrar de tan diversas fuentes y al final recibiría al menos un escandaloso y cálido aplauso de felicitación y entendimiento.

Ensayé una y otra vez con distintas audiencias: mis colegas, mis amigos, mi esposa que a regañadientes había aceptado que cancelara nuestros planes para nuestro quinto aniversario nupcial. Alteré el discurso incontables veces basándome en lo que me decían mis audiencias y en lo que yo mismo notaba. Alcancé una perfección en la retórica que hasta a mí me sorprendió. Los temas fluian suavemente, las transiciones eran imperceptibles, la información y los pensamientos, así como las conclusiones estaban impecables. Todo estaba bien.

En el tema de mi esposa también me tomé mi tiempo. Cambié destinos, reservaciones, transporte, fechas, amores. Siempre estuvo presente en mi mente y cada minuto que pasaba preparando esta conferencia me pesaba como yunque atado al cuello. Ella entendía, o decía entender, pero eso no era excusa para descuidarla de manera alguna y no lo hice. Todo estaba listo para el viernes por la noche, un día más tarde de lo debido, pero sabía que podría compensarla.

Hasta el miércoles había estado pensando en el Jueves. Llegó el jueves y mi mente se llenó de viernes. Me subí al auto y en cinco minutos estaba en la escuela preparándome en el auditorio para dar mi tan bien preparada y por demás interesante conferencia. Todo estaba listo y a la hora indicada, como Kant en sus buenos tiempos, comenzaron a entrar los niños ordenados, en silencio absoluto, con ciertos dejos de interés en sus miradas. Se sentaron y comencé mi plática.

El tema lo manejaba a la perfección y con tanta preparación no tuve problema alguno para dominar miedos irracionales. Estuve divertido, interesante, ágil, perfecto. La dicción no era mi fuerte pero esta vez excedí mis propias expectativas; hablé fuerte, clara y confiadamente. Mi plática había salido exactamente como la había planeado; en ningún momento noté que alguno de los niños desviara su mirada de mí. Estaban atentos y esforzándose por seguirme el paso, aparentemente lográndolo.

Para el final de la conferencia les agradecí su atención e hice un ademán siguiendo mis palabras. Entonces un gesto familiar; un símbolo en un lenguaje extraño que en mi niñez tan fluidamente utilicé con mi hermana todos los días de nuestras vidas hasta que ella murió, siendo yo aún un niño. Ese símbolo que indudablemente significaba aplauso, apreciación, felicitación y entendimiento. Todos los niños, en perpetuo silencio, levantaron sus manos abiertas y comenzaron a girarlas de un lado al otro y de vuelta.

Aún tengo mis planes con mi esposa y espero que ésos salgan mejor.