lunes, julio 28, 2008

In media res

Hoy es Miércoles. Como cada mañana de cada tercer día, decido ir a correr al parque de noche, cuando las sombras esconden la fealdad del mundo y los matices de las pobres luces del alumbrado público hacen del parque un lugar tan tétrico que los mismos murciélagos que de día lo habitan deciden irse a un lugar más alegre a pernoctar en su habitual caza de insectos. Yo no soy un murciélago, aunque vivo de noche, duermo de día y de vez en cuando chupo sangre del cuello de algunas señoritas que se dicen mis amigas.

Por los lúgubres parajes del parque, entre los árboles, un viento sombrío y frío sopla contra mi rostro y me calienta el corazón. Estoy corriendo, sudándome las axilas y el pecho, con el retumbar sonoro e imponente de mi propio corazón sobre mis oídos, con mis sentidos concentrados en un mundo más allá de éste, donde el parque es alegre, los murciélagos tienen amigos y los insectos se reproducen sin cota alguna.

La tierra está húmeda porque ha estado lloviendo y mis pies se llenan de un lodo que se agarra fuertemente a las fibras sintéticas de mi amargo calzado. Siéndome imposible limpiar mis tenis de ese lodo que inevitablemente se ase de ellos, periódicamente he de cambiarlos por unos nuevos, o retomar algunos viejos que el tiempo se ha encargado de limpiar. El salado olor de la tierra mojada llena mis pulmones y me impulsa a seguir. Cuando volteo hacia atrás veo mi Martes con aroma a azar y, un poco más allá, ligeramente borroso, me llega la luz de un Lunes pasado hace años y que nunca volverá. Mi semana comenzó bien, pero de alguna manera se las ingenió para empeorar catastróficamente hasta que, cansado del día anterior, me levanté hoy Miércoles con la intención de desasirme de todo lo que me vincula al fatídico Martes y hasta ahora nada ha salido bien.

Corro cada vez más rápidamente, cruzándome en el camino con los viejos corredores que solía toparme los Martes, que me ven y me sonríen y me dicen cuánto me extrañan y me preguntan cuándo volveré y cómo estoy y qué ha sido de mi vida. Admito que en un tiempo de mi vida, era divertido toparme con esos corredores Marcianos y correr a su lado, mientras podían aguantarme el paso, pero eso está ya en el pasado y ahora me los encuentro corriendo en sentido opuesto, alejándose infinitamente de mí en lo que pensé era un circuito cerrado alrededor del parque.

A lo lejos, por la vereda que recorro, se cruza en mi mirada un objeto de increíble belleza. Alto, fuerte, poderoso se irgue un árbol con sus otoñales ramas casi calvas sugiriéndome cosas perversas. Me habla en un lenguaje que sólo yo puedo entender y me susurra mensajes que a nadie puedo explicar. Su gris tronco que corta las nubes contrasta con el azul-casi-negro del cielo turbio de este Miércoles veraniego de mi vida y cobra vida cada vez que un relámpago ilumina presuroso el paisaje que ahora cae sobre mi cabeza, gota a gota, como diciéndome que es hora de ir a casa. Pero el mensaje pasa de largo, pues mis sentidos han pasado de aquel mundo sobrio de sombras y colores en los que se encontraban, felices, para entrar a éste, lúgubre y sombrío como mi parque, pero con una belleza que jamás había visto.

El árbol me seduce, doblando sus dedos en una forma provocadora, atrayéndome hacia él con dulces promesas de fríos pasares, sus raíces acarician mis pies a cada paso que doy y cerca de la tierra se abre su boca, lanzando bocanadas de un humo blanco y exquisitamente perfumado que oscurese el camino y nubla mi vista. Sus rojizas hojas que con fuerza se aferran a las débiles ramas que invitan al invierno crujen y el sonido me enajena más allá de mi control.

Fuera de control sigo corriendo; mi cuerpo sigue corriendo, aunque mi mente ha encontrado ya el lugar al que con tantas ansias he estado corriendo toda mi vida. Un pie, después del anterior y antes del siguiente, toca el suelo donde las raíces están esperando para acariciarlo, hasta que finalmente, lo que parecía ser el pie derecho se encuentra con que ya el suelo ha escapado de él.

De pronto me encuentro cayendo por un precipicio que me apetece no tiene fondo y mi cuerpo, aceptando el destino que me espera, se relaja. Cabeza abajo voy cayendo libremente, ya sin viento, ya sin humo blanco ni hojas rojas ni dedos grises, acompañado sólo de las gotas de cielo que junto a mí externan un etéreo “te lo dije” que me hace entrar en mí.

Finalmente es Jueves y yo, cayendo aún, me doy cuenta de que mi Miércoles no debió terminar así. No debí distraer mis ojos del camino, no debí ceder ante las dulces palabras de aquel árbol de perdición, ni respirar su humo perfumado ni disfrutar de su sinfonía de ocaso. No vale la pena que ahora sufro. Ahora, Jueves, me doy cuenta.